La depresión tiene sabor a metal. Está asentado en la saliva y se siente en la boca al abrir los ojos luego de haber quedado tumbado -cinco o seis horas- tras haber tomado un zolpidem, una zopiclona, eszoplicona o cualquier otro hipnótico. La depresión se siente en los huesos, duelen; las articulaciones se encogen y retuercen en la noche buscando la posición fetal para sentirse protegido, cubierto, rodeado. La depresión tiene sonidos. Suena a la taquicardia dentro de los oídos y al tinitus prolongado en el día.
Dicen que es un monstruo que vive en silencio en cada cuerpo y que, sigilosamente, se va despertando hasta tomar el mando del sistema nervioso central e inflar el cerebro. No creo que la depresión sea un monstruo, con ellos hemos aprendido a lidiar desde que tenemos uso de razón; algunos otros, desde que fueron gestados. A diario lidiamos con nuestros monstruos, hablamos con ellos, nos escuchamos con ellos, aprendemos a convivir con ellos. Por lo vivido, la depresión es un parásito que carcome hasta el mínimo deseo-voluntad de querer estar en tiempo presente. No hay ganas ni siquiera de luchar por estar “bien” o buscar lapsos de “tranquilidad”, es la condena a la abulia y a la dispersión.
Quienes han padecido depresión, conocen, que este parásito anula hasta las cosas más simples que mecánicamente el cuerpo está acostumbrado a hacer: pararse de cama, bañarse, ordenar el cuarto. Caí en cuenta de ello luego de tener que buscar en el iceberg de ropa acumulada – al lado de la cama-, algo para vestirme; luego de pasar mi lengua por los dientes y sentir un cumulo de residuos de comida que, en vez de molestarme, sumaban más sabores y olores, muchas veces, reposados. Sí, qué asco, ahora lo escribo, lo leo y pienso: ¿en qué momento llegué a ese estado? No sé, pero llegué.
Empecé a sentir el despertar de la depresión al tercer mes del exilio. Dicen los psicólogos que los procesos de asimilación, en circunstancias de estrés postraumático, se empiezan a notar pasados 90 días del último evento traumático. En mi caso, fue así. Al tercer mes, mi cabeza dejo de estar en modo supervivencia, y empezó a darse cuenta de que estaba en un lugar donde no quería estar. Así, aparecieron, por momentos, el insomnio, la sudoración nocturna y las eternas preguntas sin resolver. ¿Por qué a mí?, ¿en qué momento llegué a esto? No pensaba en las amenazas con frecuencia, sino que el futuro me devoraba el cerebro, las preguntas constantes de qué iba a pasar conmigo, en qué trabajaría y en qué condiciones viviría.
Fármacos y desrealización
Al quinto mes del exilio, los antidepresivos no habían hecho el efecto deseado luego de mes y medio de tratamiento. Apareció el insomnio prolongado, uno o dos días sin ‘pegar ojo’. Días de tres, dos horas o, a veces, unos cuantos minutos de sueño. Sudoración en exceso, pérdida del apetito, abulia, pérdida de la condición física, irritabilidad, desgano. Era una depresión mayor que había estado en silencio en mi cuerpo y, a la cual, no lo presté atención oportunamente. Me demoré, pensé que podía resolverlo con ejercicio y terapia. Pero no, no fue así, la cabeza se convirtió en un dios imposible de atajar por cuenta propia. Actué muy tarde.
Cambié cuatro veces la generación de fármacos y de tratamiento. Unos me produjeron efectos secundarios: aturdimiento, desgano, boca y labios secos, pérdida de la condición física, ataques de pánico. Otras, no surtieron efecto alguno. En las noches de desespero, de doblegarme ante el parásito, llamaba a un amigo psiquiatra en Colombia, le contaba todo, le pedía ayuda, le decía que no creía poder aguantar más así. Me sentía consumido. No me sentía “yo”, creía que me estaba perdiendo. Y sí, así era. Se me había ido el razonamiento, estaba nublado por el miedo, quizá uno de los sentimientos más profundos que he sentido todo este tiempo.
Entendí que “no sentirme yo” era un trastorno (sí, otro más) derivado de un evento traumático, de la depresión mayor y picos altos de ansiedad. El nuevo parásito que me empezó a acompañar era la despersonalización o desrealización. Empecé a sentirlo, sobre todo en clases, cuando miraba la pizarra ido. ¿Recuerda la escena del ‘Joker’ mirando por la ventana del bus? ¿O a Pink, en The Wall, mirando el TV echado sobre el sofá? Así estaba. Ido del espacio, pero por dentro repitiéndome a mí mismo quién era, dónde estaba y quiénes eran los de mi lado. No pensé nunca llegar a ese estado, pero así fue. La cabeza “se me fue”. Cuando usaba la cocina de la residencia estudiantil, me sentía aturdido por el ruido y el sonido de quienes cocinaban allí. Una vez más, despersonalizado. Intentaba “traerme” mentalmente de nuevo a mí mismo repitiendo los nombres de los compañeros y de dónde era cada uno y, si me acordaba, su profesión. Esto lo hacía cada que podía por recomendación de mi terapeuta.
El desespero de no poder dormir se asimila al síndrome de abstinencia. Se siente la ansiedad desbordada, las manos sudan, empieza la taquicardia y el hormigueo por el brazo izquierdo. Primero, piensas que es un paro cardiaco, pero no. Pronto, el hormigueo se pasa al otro brazo y, luego, a la cabeza. Se siente la necesidad de buscar algo. O a alguien para que escuche las mismas palabras en loop: “no voy a poder más”. “No soy tan fuerte”. “¿Qué me tomo que ya nada me hace?”. “Tengo angustia”. “Me perdí”.
Me alejé de mis amigos, de los seres queridos, de mi familia. No quería saber de nada, de nadie. Hablaba conmigo mismo, con mi cabeza. Intentaba sin éxito desenredar lo que me había llevado a verme como mi propio enemigo. La academia, que antes fue refugio, ahora era un peso más en la espalda. La depresión baja los niveles cognitivos y aumenta la dispersión. El resultado fue tener que trepar una cuesta más inclinada que las anteriores, pues no entendía bien los textos en inglés. Leía una y otra y otra vez. Pero no lograba concentrarme, vivía disperso. El parásito me tenía envuelto, atrapado. Yo era su discípulo.
Fui grosero sin quererlo. Varios mensajes de amigos se quedaron sin leer. Los dejé con la preocupación de saber qué ocurría. No podía contestar, me generaba fastidio, repulsión, angustia y hasta ira ver el celular o las redes sociales. Me parecía ver la vida de la gente fluir, seguir, andar y la mía en caos, buscando más infiernos en medio de la mierda en la que ya estaba hundido.
No eran nuevos los problemas de insomnio. En Colombia, por temporadas, tenía largas noches de sobre pensar (me); noches que se convertían en lecturas nocturnas o procrastinación. A diario, a las 3:00 de la madrugada, comenzaba un cineclub en el que el único invitado era yo mismo. El rodaje versaba sobre lo que había dejado de hacer en las últimas 72 horas. Todos hemos sobrepensado, todos nos hemos desvelado, sabemos lo que se sufre cuando no se logra conciliar el sueño y cuando la cama, en vez de proporcionar descanso, se convierte en un espacio/objeto para depositar las lágrimas, las rabias, las afugias. La cama pesa, la cama hiere cuando los pensamientos rumiantes se convierten en el “Padre nuestro” de todas las noches; se somatiza en el cuerpo y los botes interminables que has dado calan en la piel como púas.
Varios fines de semana, cuando era el momento de la fiesta, de la parranda en la residencia estudiantil o en los tres bares del pueblo; prefería quedarme en mi cuarto haciendo sesiones de respiración y meditación para descansar. Yo, acostumbrado a conciertos y raves de días enteros, opté practicar, no por voluntad, un nuevo descubrimiento: el Yoga Nidra, esta es una técnica que lleva al cuerpo y a la mente al punto de simular el sueño. Lo practicaba una y otra vez intentando batallar contra la ansiedad, el insomnio y la despersonalización. Pero el sueño no llegaba. El reloj marcaba las 4 o las 5 de la madrugada. Y cuando subía a la cocina de la residencia para prepararme una infusión de manzanilla o de lavanda, me encontraba con el desfile de estudiantes que llegaba a casa después de una noche de juerga. A veces, solo me quedaba sentarme en el largo comedor a ver el tiempo pasar; esperando, rogando, implorando que alguno de los métodos funcionara para poder dormir. Pero lo único que persistía era el agotamiento.
Empezar una nueva semana era suplicio. No quería estar en clase en esas condiciones. Seguía ido, zombie, aturdido. Ya era costumbre que me preguntaran si había dormido o no. Mis compañeros de clase empezaron a notar que estaba en cuerpo no presente. Al principio de la depresión, antes de la crisis, salía a caminar por las montañas del pueblo con una amiga del máster. Allí, en silencio, miraba los paisajes y hacía los ejercicios mentales que me dejaba la terapeuta. Nombraba los colores que veía y describía el paisaje. Me concentraba en sentir el viento rozando mi piel y el frío del invierno rodeando mi cuerpo. Todo para intentar ganarle la batalla al subconsciente.
Otro método fue descargar las frustraciones y el dolor del exilio en el gimnasio. En las tardes, iba a sufrir con ‘los fierritos’, como le decimos con mis amigos a las pesas. Pero hasta eso perdí. El psiquiatra me lo prohibió después de tantas noches sin dormir, lo que hacía era estimular el sistema nervioso central, estar más alerta y con ello no descansar. Luego, la depresión y ansiedad me impidieron continuar con las caminatas. Estaba débil. Con un cuerpo que no era el mismo, además de la constante taquicardia y la boca reseca. Recuerdo el día que me levanté del piso, me vi raspados los codos y los dedos y me dije: llegué a un punto de no retorno. Había salido a realizar mi caminata matutina, sentía el tinitus más intenso y agudo, caminé unas cuadras, empecé a sentir fotofobia y, al cabo de unos minutos, recuerdo abrir los ojos y mirar a lado y lado desorientado. Me había caído de lado, no recuerdo, tenía pena que me vieran. Me paré y regresé a casa. La frustración me invadió.
Poco a poco la depresión se acumulaba en todas sus expresiones. El insomnio que empeoraba y, con ello, una debilidad que iba en aumento. Cada vez me sentía más fuera de mí mismo, despersonalizado. Estaba agotado. Desesperado. Los pensamientos rumiantes no se iban y, al contrario, cada vez fueron más duros conmigo. Hasta el punto de repetirme una y otra vez que la única salida era matarme.
Hello? (Hello? Hello? Hello?)
Is there anybody in there?
Just nod if you can hear me
Is there anyone home?
Come on now
I hear you're feeling down
Well I can ease your pain
Get you on your feet again
Relax
I'll need some information first
Just the basic facts
Can you show me where it hurts?
Aunque en medio de la depresión se trate de alejar a quienes apoyan, ellos estarán ahí para seguir siendo soporte. Sus escritos son buen síntoma. Sacar el horror es terapia. Gracias por compartir.
Esto que está pasando, pasará.
Te abrazo Andrés. 👥