En septiembre de 2023 mandé a reparar una cámara Petri 7s que reposaba como adorno, sobre una repisa de la sala, en la casa de mis padres. Tenía metido en la cabeza que algún día quería volver a hacer fotografía análoga y que la mejor manera de hacerlo sería con esta reliquia que mi padre había usado hace más de 30 años. Es de fabricación japonesa y fue introducida en el mercado en 1976 como una versión mejorada de la primera serie, de este mismo modelo, del año 1962.
Desde que tengo uso de razón la había visto en los armarios de la casa, primero sobre unas enciclopedias color negro y luego sobre unas repisas de la biblioteca principal. Estaba acompañada de diversos vasos y pocillos - grabados con nombres de países y logos de universidades-, que les regalaban a mis padres en diciembre. La cámara, como objeto de decoración, quedaba bien exhibida ante los ojos de las visitas dominicales y los pasos fugaces de amigos por la casa entre semana. Para un amante de la fotografía, seguramente era un sacrilegio tenerla allí sin vida, inútil, degradada.
Había crecido con otras cámaras, unas análogas un poco más avanzadas y otras digitales propias de mi generación. Durante las últimas visitas a la casa de mis padres, antes de mi exilio, me asaltó la curiosidad de querer darle vida, nuevamente, a la Petri 7s. Le pregunté en una ocasión a mi padre si me la podía llevar. Me respondió que sí, pero que no creía que tuviera arreglo, la dejó de usar luego de haberla dejado caer en un viaje. Nunca más se interesó por ella, la reemplazó con una Olympus, también análoga, un poco más moderna.
A mi interés por reparar la cámara se interpuso el afán y la zozobra de los días previos al exilio. No la pude mandar a reparar personalmente. Durante más de un año di por olvidado el tema. Me ayudaba a subsanar la deuda una Canon 5D Mark IV que había traído de Colombia. Era mi cámara personal, se la había comprado a un amigo antes de la pandemia. Pese a que son dispositivos físicamente y en composición totalmente distintos, me daba cierta paz y contentillo seguir haciendo fotografía.
Mi afición es heredada. Mi padre, sin quererlo, me inculcó la pasión por retratar momentos. No tengo recuerdo de un solo viaje en el que no destinara varios espacios del día a hacernos posar al lado de un monumento, accidente geográfico o paisaje para inmortalizar el instante. Era su pasión y la manera de dejarnos un recuerdo a mi hermano y a mí de nuestra infancia y de los lugares caminados.
La primera cámara que tuve en mis manos fue una de rollo desechable color azul, se la habían dado a mis padres por la compra de un pollo asado en Kokorico, uno de las pollerías más reconocidas de Bogotá en ese entonces. Solíamos ir los domingos para compartir en familia y para que mi madre no tuviera que cocinar. La usé varias veces en la casa y unas pocas en el colegio. En el año 2006 recuerdo haber revelado mi primer tollo fotográfico, eran, sobre todo, fotos de cada uno de mis amigos haciendo cualquier mueca o pose durante la hora de descanso en el colegio.
Desde entonces hago fotografía por gusto propio. Durante mi segunda carrera profesional tomé dos clases de fotografía, una de ellas fotoperiodismo, la dictaba Héctor Fabio Zamora (Q.e.p.d), uno de los mejores fotógrafos de el diario El Tiempo. Aprendí de forma teórica lo que ya sabía en la práctica, junto con dos amigos a cierto y error tiempo atrás nos habíamos dispuesto a aprender. A lo largo de estos años he retratado personas por los distintos departamentos de Colombia, capturado centenas de paisajes y cientos de momentos que he inmortalizado durante coyunturas y viajes que he realizado.
De vuelta al ruedo
Antes que se cumpliera el primer año de exilio en 2023, me volvió a picar el bicho de la curiosidad. Decidí preguntar a dos amigos fotógrafos si conocían dónde podría repararla. Me dijeron que había un viejo fotógrafo por Chapinero en Bogotá, que se dedicaba a reparar cámaras análogas. Sentía la necesidad de repararla, no podía no hacerlo. Tenía el deseo de volver a disparar una foto y no conocer su resultado de inmediato, a la incertidumbre de saber si quedó sobre expuesta, si había o no enfocado de buena manera. Quería volver a una tienda a pedir que revelaran un rollo, para luego poder ver los negativos a contra luz. Para hacer contacto con el objeto, en últimas, para sentir.
Impulsado por el deseo, le pedí el favor a Folco Zaffalon- un amigo italiano que conocí en la Comisión de la Verdad y con quien hicimos amistad entre largas jornada de trabajo- que llevara la Petri 7s para que la repararan. Fueron 320.000 pesos en total. Los empaques estaban podridos, el exposímetro y la parte óptica estaban cundidas de mugre. Había que hacer una limpieza exhaustiva que duró dos semanas. Según me contó Folco, el señor había dicho que era una cámara estéticamente bonita y que hora estaba bien avaluada en el mercado.
En enero de este año la cámara llegó a mis manos. Meses atrás le había contado a Kontxi que tendríamos una cámara análoga, hablamos de hacer planes para salir a hacer fotos y probarla. En abril decidí llevársela a la casa y decirle que la probara ella y que luego me enseñara a usarla. Tenía la emoción y los nervios atravesados, no quería ser el primero en usarla. Aunque me recibió la cámara, nunca la usó. En dos oportunidades me dijo que lo hiciéramos juntos. Era la primera vez que utilizaríamos una cámara análoga. Desde que nos conocimos y empezamos a compartir tiempo juntos, hablamos de esta afición compartida y de lo bonito que es poder pintar con luz y comunicar a través de la fotografía. En varias oportunidades habíamos salido a hacer fotos cada uno con su cámara digital.
Nos pusimos una cita a mediados de agosto. El plan era ir a Mundaka, uno de los sitios favoritos de Kontxi, un lugar pequeño encallado la costa, con una mística indescriptible que orbita en el mar y sobre las montañas acompañan la topografía a su al rededor. Hicimos unos primeros intentos en el jardín de su casa, probamos el foco, la velocidad y el diafragma con las plantas del jardín, en algunos objetos e intercambiamos uno que otro retrato o, mejor, intento de retrato.
Ya en el pueblo, cada uno tomó la cámara por minutos y fuimos compartiendo, intercalados, disparo a disparo hasta acabar las 36 fotos que tenía el rollo. Tras cada toma, volvíamos a un tema recurrente: no enfocaba bien la cámara, una y otra vez hasta que, creíamos, habíamos dado con la manera de enfocar bien. Pese a que lo sabíamos y habíamos visto videos de su uso, otra cosa era utilizar la cámara, como todo: una cosa el papel otra la realidad. Durante las horas que compartimos, tuvimos a las fachadas del pueblo, el mar, los barcos y el paisaje que iba dando la luz con el paso de tiempo como modelos.
El día terminó con un intercambio de palabras sobre el reto que implica volver a lo análogo. A nuestra vista había sido un día espectacular, en las fotos aún no sabíamos, pero teníamos planos perfectos, buena luz y un paisaje de ensueño. Nos contagiamos el uno al otro de incertidumbre y expectativa por el resultado. El afán y la inmediatez del mundo digital nos quitó el suspenso de conocer el resultado. Una intriga cargada de emociones por el desconocimiento del producto final.
El día que mandé a revelar el rollo el señor me dijo: “parece que ya está revelado. No suena nada” a lo que respondí: ¿Cómo así? ¿puede no salir nada? Preguntas a las que respondió con un: “Claro, si estuvo mal puesto el rollo pues no hay nada. Ya veremos”. Durante algunos segundos mi reacción fue de frustración, pensaba que habíamos perdido el tiempo. Reaccioné y volví a la emoción de saber que no somos infalibles; que si no salía ninguna en nuestra mente ya las habíamos tomado o, por el contrario, si salían, podríamos tocar el papel, pensar en la tonalidad de colores. Discutir si había que ponerle mayor o menor velocidad, si estuvo mal obturado.
Sobre el mostrador tienen varias cámaras análogas a la venta. La ansiedad se terminó con un suspiro de alegría y una emoción contenida cuando fui a reclamar las fotos y el señor me dijo: “Pues ya ves que sí las habías tomado. Pero eso sí, el rollo llegó revelado. A disfrutar”. Había ido a una tienda que queda en centro histórico o “casco viejo”, como llaman lo llaman acá. La atienden dos hermanos veteranos aficionados a la fotografía. Con una sonrisa en la cara le agradecí, salí de la tienda, di tres pasos y llamé a Kontxi para darle la gran noticia que nuestras fotos sí habían salido. Unas estaban mal tomadas, otras estaban bien enfocadas, pero con poca luz y unas pocas decentes, como para mostrar. Le contagié mi alegría, quedamos en vernos para poder apreciarlas y criticar nuestro trabajo. No me aguanté y le envié unas cuantas fotos. No tardó en responder: “tienen un puntito retro que me gusta muchísimo”.
La emoción fue única. Recordé las viejas épocas yendo a Foto Japón con mis padres para revelar las fotos de los viajes, las tardes de vacaciones revisando los álbumes y los negativos colgados en la tapa posterior de cada libro de fotos. También, pasó por mi cabeza la tristeza de mi padre el día que, a su juicio, cambió la fotografía para siempre con la era digital. No sé cuantos meses lo escuché quejarse de que ya nada tendría sentido si no se veían en papel las fotos. Con cada viaje que hacíamos volvía a repetir que en los computadores y celulares las fotos serían un recuerdo perdido por el cual nadie pasaría.
Hoy le estamos recordando a los nostálgicos del papel que aún se puede hacer fotografía sin prisa. Que lejos de las modas de lo “vintage”, hay un espacio para recordar aquellas cosas que se hacían con los productos de la época, el amor dispuesto para el ocio personal y disfrute colectivo. Aún hay tiempo para respirar, cuadrar la entrada de luz, la velocidad, disparar la foto y quedar en incertidumbre hasta el revelado.
A Kontxi gracias por este día y por cada uno de los momentos y diálogos que hemos compartido sobre nuestras fotos y la fotografía en general.
PD: les compartimos nuestros retratos:
Me encantó la historia, amo la fotografía análoga, lindo mensaje para impulsarte a hacerlo.
Abrazos =)