Siempre había cruzado inmigración emocionado por conocer nuevas culturas, olores, sabores, gente y paisajes. Esta vez, tan pronto recogí mi maleta, a la salida de la banda del scanner de objetos metálicos, me ahogué en llanto. Sentí una presión en el pecho y quería sacarla para no estar ahogado. Me senté, lloré, traté de respirar y volví a llorar, ahora sintiendo un vacío en mi pecho. Mi cabeza, acostumbrada a procesar racionalmente solo se preguntaba: ¿por qué?, ¿por qué?
Sin quererlo, salí del país a finales de septiembre. Fui privilegiado, pude despedirme de mis amigos, seres queridos y familiares. También pude comprar cosas para llevar, empacar maleta y comer mi plato favorito antes de despegar. Hay quienes no tienen tiempo siquiera de guardar sus cosas. La noche anterior les informan la hora de salida y en menos de 12 horas están en otra latitud.
Durante los tres primeros meses, el cuerpo y el cerebro estuvieron en modo de supervivencia. Buscaban la manera de adaptarse y no dejarse consumir por la propia cabeza o las circunstancias. El tiempo jugó como arma de doble filo: a medida que avanzaba, la cabeza se asentaba y empezaba a entender que no había salido de paseo, que no había tiquete de regreso y que había que “asumir” una nueva cultura, nuevas costumbres y un nuevo entorno.
Al choque cultural se sumó la renuncia obligada a los privilegios de ser clase media en una ciudad del tercer mundo. En la primera casa de migrantes a la que llegué, entendí por qué, dentro del mundo de quienes migran, quienes pueden tomar un avión son privilegiados. Compartí con personas que habían cruzado nadando el estrecho de Gibraltar, otros venían huyendo de la guerra, unos pocos llegamos en avión. De ellos, aprendí a utilizar el pan francés como tenedor, a comer carne halal y a preparar Tajine Marroquí. A hacer la huerta, a comer de lo que se siembra y sacarle provecho a todos los alimentos.
Llegó el invierno y trajo consigo la melancolía de un tiempo vivido en un espacio no deseado. El peso del desarraigo. El frío que cala los huesos y la humedad que se asienta en todo el cuerpo me recordaron qué fue tener asma a temprana edad. Hace más de 20 años que no me ahogaba por las noches, tuve que dormir sentado escuchando mi pecho silbar esperando que el deshumidificador sirviera. Mi cuerpo no aguantó las condiciones, me enfermé.
Desde entonces, a mi cabeza empezaron a llegar las voces de las amenazas, las imágenes de mi apartamento luego del asalto y la angustia de mis cercanos preguntándome “¿qué pasó?”.
El exilio es un desgarro. Es una presión constante en el pecho. Es sentirse ahogado con una máscara de oxígeno puesta. En el libro Una maleta Colombiana II de Carlos Beristaín, excomisionado de la Comisión de la Verdad de Colombia, hay un testimonio con el que me he sentido identificado. Les comparto un fragmento:
“Cuando yo salí de mi país, cuando el avión arrancó, yo sentí como si el corazón se hubiera desprendido un pedazo. Yo tuve una cosa aquí en el pecho muchos años. Yo llamé a eso mi dolor de patria, porque era una cosa que no me dejaba respirar y era un dolor, un dolor que yo creo que por ahí hace 5 o 3 años ha pasado un poco”.
Quienes me conocen, saben que amo Colombia. Y más allá de amar el país, disfruto y he disfrutado recorrerlo, desde Punta Gallinas en La Guajira hasta Puerto Nariño en el Amazonas. Desde La Barra en Buenaventura hasta Saravena en Arauca. Amo cada una de sus ciudades, en especial Bogotá; la Bogotá nocturna, los paseos por el centro, los Cerros Orientales y la magia de estar gritando en el estadio alentando a Millonarios.
El exilio es eso. El recuerdo de lo vivido con felicidad, amor y regocijo en un lugar del que no te sientes parte, el desarraigo. Es un desgarro. Es la pérdida de tu gente.
E. Andrés Celis R.
Gracias por compartir. Lo importante es que cuente con sus soportes emocionales, quienes usted quiere, quienes lo quieren y que esto le permita continuar desarrollando sus intereses. Toda su fortaleza y disciplinas daran frutos.
Sublime relato, te leo, te pienso y aunque no compartimos mucho aquí en Colombia, con lo escrito siento que te extraño. Un abrazo intentando con regocijo, aliviar la carga del exilio.